A Pamela
¡Cuidado!
¿Qué es ese rictus en tu cara? ¿Por qué no encuentras sosiego? ¿Tienes que moverte de un lado a otro?
Tampoco entiendo el brillo ígneo de tus ojos ni el arrebol de tus mejillas.
¿Qué pasa?
¿Cómo es que no llamo al médico a pesar de tu cuerpo convulso? ¿Por qué no siento miedo aún cuando muestras tus dientes, signo inequívoco de ferocidad?
Estás irreconocible.
Eso que llevas en cara y cuerpo debe ser una nueva enfermedad parecida al dengue.
Ándate con cuidado; podrías provocar una endemia en donde todos termináramos tan mal como te ves: boca contraída, movimientos incontrolables parecidos a los de un baile de salón, y esos ojos... ¡Inyectados por la fiebre! Pero lo peor es el gesto melifluo que te hace parecer loca de atar, sin carácter ni voluntad más que de ensoñar sin importarte las caídas en las Bolsas de Valores de todo el mundo, sin preocuparte por ataques terrorista, ni calentamientos globales o futuras glaciaciones.
Tu actitud me molesta... Me molesta porque soy aquel que calla a los niños que ríen en lugares públicos importunándonos a los demás, soy el que siente una sonrisa cualquiera como una cachetada, soy el que rumia la música y las reuniones en lugares próximos a mi hogar, mi tranquilo, mi protector hogar.
¡Dios! ¡Ahora tú...! ¡También ríes! ¿Qué razones, me pregunto, tienes para ser feliz?
Y caigo en cuenta que de verte... me invade un suave calor, un hormigueo en las manos y en la boca del estómago y... ¡estoy mostrando mis propios dientes sin rabia, sin agresión previa, sin motivo aparente!
Eres peligrosa. Me has contagiado.
Lo cierto es que te has transformado en una dínamo que esparce su energía en destellos de fuegos artificiales, en bengalas que ascienden para engendrar un hongo de chispas... No cabe duda ¡eres feliz desde la médula hasta la envidia, feliz a pesar de cualquier adversidad física o virtual, real o imaginaria; feliz, muy feliz!
Y celebro contigo cualquiera que sea el motivo de tu felicidad, porque de alguna u otra manera me bañas con el calcio de esa mueca, y tu risa se me monta en la cara, y tus ojos limpian la habitación donde me encuentro, y tu carcajada hace vibrar las campanas de las iglesias próximas y me sacudes edad y angustia, y te conviertes en un poema ininteligible, y en tu risa recreas todos los cantos y todos los versos posibles...
¡He caído! Ahora sonrío como tonto, ahora deambulo eufórico por la vida; ahora, 28 días después, la epidemia se extiende por el mundo.
Pronto éste planeta será de nácar.
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